Un hombre libera a un detenido de la carcel. Eran viejos amigos y hace años el ahora liberado hizo lo mismo por él. Antes, hace tiempo, hicieron juntos algún atraco y se enterró el dinero del botín.
El que libera al detenido es el shérif de otra ciudad. Las deudas de honor se culpen, cualquiera que sea ésta y el precio que hay que pagar por ella. Los compinches le encuentran en la nueva ciudad. Pretenden que les guíe hasta el botín. Secuestran al shérif y a su novia y atado a la espalda les conduce al sitio donde está guardado -bajo tierra, enterrado- el botín.
El sitio al que les conduce es un páramo en el desierto, un lugar desolado, inhóspito, sin vida, lleno de tierra y polvo. No hay ninguna ciudad, ningún caballo, no hay vida. Solamente un llano pedregoso bajo el sol.
En un momento de descuido consigue hacerse con un revolver y huir con la novia, pero es cogido rápidamente. Todo vuelve a empezar, a buscar una oportunidad para escapar.
A medida que pasan las jornadas y se producen las conversaciones se descubre el pasado común de ambos. Los indios están al acecho, y se interfieren en la búsqueda del dinero.
Buen reparto, encabezado por Robert Taylor, y Richard Widmark, dos actores de gran tonelaje, y Patricia Owens -desconocida para mi-, Robert Middleton, Henry Silva (el malo más parecido a Jack Palance que existe en el mundo), DeForest Kelley, Burt Douglas, y Eddie Firestone.
Un director solvente, que consigue un western estupendo, magnífico. Como todas sus películas va a grano, directo, sin concesiones. Un lenguaje seco, sin demasiados análisis sicológicos o sociales. Aventura, diversión sin matices emocionales. Puro entretenimiento.
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