miércoles, 30 de diciembre de 2020

§ 2.211. En busca de Bobby Fischer (Steven Zaillian, 1993)

  La vi hace muchos años, probablemente más de veinte y me pareció una maravilla. Vamos a ver qué tal me parece hoy en día, si ha envejecido bien o no, y demás cuestiones asociadas a la calidad y emotividad fílmica.
    Directo poco prolífico. Dirigió la también muy buena: Acción Civil en 1998, pero luego, más allá de una tercera: Todos los hombres del Rey en 2006, no ha hecho más que un par de cosillas para la televisión.
    Buen reparto: Max Pomeranc es el niño prodigio, Joe Mantegna, y Joan Allen son sus padres, Ben Kingsley es el severo instructor del niño, y Laurence Fishburne es un jugador callejero amigo del niño.
   Tiene buen ritmo, una excelente presentación de personajes y un desarrollo lento y adecuado. Me parece una gran película. 
    El maestro del niño tiene mucho interés en encontrar alguien que juegue como Fischer, pero sabe de las dificultades de ganarse la vida jugando a un juego minoritario y que da podo dinero, excepto al número uno. Por eso le lleva al padre a un torneo, para que vea la cantidad de colgados que pululan por ese mundo, todos intentando ganar. Ganar por ganar, ser mejores, encontrar la capacidad de apreciar el arte en el juego de los sesenta y cuatro escaques.
    El rol del maestro enseñando al niño es lo más bonito de la película, lo que la hace muy emotiva. La música acompaña de maravilla, interviene pero no distorsiona, no es protagonista pero ese hace imprescindible.
    La búsqueda del éxito, la genialidad de la persona, el ser alguien excepcional en algo, en lo que sea, es el objeto de muchas personas. A veces consagran su vida a ello, a su sueño, a su objetivo.  Sacrificando otros objetivos incluso. La pérdida de la identidad personal, de sus clasificaciones en clase, de sus amigos es un peligro cierto y real.
 A veces es un poco irregular, sube y baja con demasiada naturalidad. No es tan regular como debiera. Además las relaciones del padre con el niño no están del todo bien expuestas. Aunque tienen una estructura lógica intensa, no conmueven como debiera.
    A mitad de la película aparece otro niño prodigio, otro que adivina el arte del ajedrez, otro posible candidato a heredar el trono vacante de Fischer... Todo conduce a un desenlace previsible: los dos no dejan de ser más que excelentes jugadores, profundísimos conocedores del método, la estrategia y la lógica del juego, pero sin ser capaces de ir progresando tan rápido cuando crezcan como se esperaba. Crecieron muy deprisa al principio, y todo parecía que conducía a un futuro vinculado al juego, pero, como dice el niño protagonista, "quizá no sea tan bueno ser el mejor, así, si pierdes, no pasa nada".
    El padre del niño tampoco encuentra mesura en su 'ambición' por verle encumbrado. Quizá no sea ambición, quizá tenga otro nombre, menos pretencioso, quizá sea simplemente la creencia de que eso formará a su hijo y le ayudará en la vida. Quizá... Pero es evidente que se equivoca...
    El padre no le hace un favor al niño, le exige más de lo que puede, porque el niño no quiere ganar, no sabe ganar. No tiene esa mordiente necesaria para superarse a cualquier precio, la que suelen tener los deportistas de combate o los de mero contacto, futbolistas, maratonianos, etc. Esa soberbia que te encumbra y te catapulta hacia arriba.
    El maestro que le enseña endurece sus enseñanzas, le fuerza demasiado y empieza a perder. Tiene miedo a perder, y cada vez pierde con más asiduidad. La madre entiende que tiene miedo a perder el cariño del padre, el padre no está de acuerdo, cree, simplemente, que está pasando un "bache". La sola enunciación de ese concepto, más propio de un profesional del deporte que de un niño, es ridículo. El padre tiene que asumir que su niño no es un genio, no va a ser en nuevo Bobby Fischer. De eso también va la película, de que el padre asuma que su hijo no es el mejor.
    Van al campeonato nacional de niños después de dos semanas de pesca sin hablar de ajedrez. El niño vuelve a jugar en la calle, con su amigo negro, y recupera su pasión por el juego, con esa necesidad que se tiene de disfrutar de lo que se hace. Ha recuperado las ganas de jugar, pero las recupera siendo un niño, no un proyecto de deportista profesional absolutamente profesionalizado. A un niño hay que pedirle que sea un niño, como a un adulto profesional hay que pedirle que sea un adulto profesional. Por eso tiene mejor química con el joven de la calle que con el profesor profesionalizado. Hay que tener emotividad y pasión, no sólo frialdad y profesionalidad.
   El maestro acude a la final que se celebra en Chicago, y le dice la verdad que sospechamos: 
            - estoy muy orgulloso de ti, eres el mejor al que he                 
            entrenado.
            - tengo miedo a perder.
            - lo sé.
            - ¿te quedarás hasta el final?
            - no me lo perdería por nada del mundo.
   La película es buena, muy buena. No ha cambiado mi apreciación sobre ella, pero no es una obra maestra del cine, ni mucho menos. Ni siquiera lo es del cine de deportes.

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