martes, 29 de diciembre de 2020

§ 2.207. Interiores (Woody Allen, 1978)

    Una de Allen de introspección humana, como siempre en desarrollo de temas familiares.
    Un matrimonio se separa (en principio temporalmente) y en socorro de la mujer acuden sus hijas. Pero a medida que se acercan se destapan los problemas que han tenido en sus relaciones. La seguridad de la que carece la mujer se ve acrecentada cuando al varón acude a una relación familiar con su nueva pareja. La realidad es obstinada y el sufrimiento también. Sobre todo porque la expectativa de recuperación de su matrimonio atosiga a la mujer hasta extremos insospechados, cercanos al suicidio. La mujer ha tenido un cierto cúmulo de crisis nerviosas.
   Las relaciones que han tenido necesariamente han tenido que ser frías, gélidas, poco apasionadas, muy cerebrales y concienzudas. Aburridas, cansadas, obstinada y recalcitrantemente programadas. Han sido las relaciones que tenían que ser, las que patrocinada la concordia familiar, la sociedad aparente y pueril en la que viven.
    La mujer, después de cerrar las ventanas del piso en el que vive con cinta aislante intenta suicidarse. Y las relaciones entre las hermanas también es distante.
    En la fiesta de cumpleaños se reúnen las tres hijas con la madres y los maridos de dos de ellas. Una de ellas es poetisa, otra actriz, y otra escribe guiones (o algo similar). El marido le regala flores blancas, y ella se vuelve a formar expectativas.
   A medida que transcurre la película aparecen los problemas de cada una de las hijas. El marido de la poetisa es un escritor frustrado que es incapaz de triunfar en el mundo editorial. La otra hija quiere expresar algo pero no sabe qué es, ni qué quiere, y se dedica a la fotografía, pero sin capacidad ni estilo.
   La poetisa tiene una hija a la que no quiere demasiado, y la fotógrafa se acaba de quedar embarazada pero no quiere tener el hijo, dudado incluso si debe seguir con su pareja, a la rechaza las propuestas de matrimonio que le realiza. Cuando el padre vuelve con una nueva pareja de su viaje a Grecia se reúne con las dos hijas y sus maridos en una cena poco agradable, tensa y desangelada. El padre le anuncia a las hijas que quiere casarse. Tengo 63 años y quiero vivir tranquilo, dice él: quiere vivir sereno, la mujer es vitalicia y que le hace feliz. Él quiere la aprobación de sus hijas, que no se la dan. La mujer -a la que le plantea la posibilidad- no parece estar muy de acuerdo. Pero soporta el golpe. Las tres hijas se reúnen con el padre y su pareja en la casa familiar de todos. La nueva pareja dice algo muy interesante: hay que hacer reformas en la casa porque está toda planteada en tonos pálidos. Lo que aporta esta mujer a su padre es algo tan sencillo como la alegría, algo de vitalidad, un impulso vital que necesariamente debe ponerse en cada cosa que hacemos.
   Hay una tensión evidente entre lo que se planeo en la vida y lo que finalmente se ha conseguido en ésta. 
   Es una película lenta, un melodrama en toda regla, con grandes dosis de melancolía y sufrimiento. Quizá sea la primera película suya en la que no actúa. Es cierto que puede verse algo de Bergman, como dicen los críticos, en la pausa permanente que imprime a la cinta, el silencio que la envuelve -no hay música (excepto cuando se baila en la boda, en el último tercio de la cinta)- y los decorados fríos -en tonos blancos- y poco acogedores. 
  Un reparto de auténtico lujo: Diane Keaton, Mary Beth Hurt, Geraldine Page una dama de la actuación, el reconocido E.G. Marshall participantes en tantas películas, Sam Waterston muy joven, Richard Jordan, Kristin Griffith, Maureen Stapleton, y Henderson Forsythe.

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