martes, 24 de noviembre de 2020

§ 2.129. Al rojo vivo (Raoul Walsh, 1949)

    Clasicazo negro, negrísimo. Director espléndido, actores monumentales: un James Cagney absolutamente imperial, una Virginia Mayo guapísima como femme fatale, y unos actores de estudio que sería capaz de rodar cualquier cosa, principalmente Edmond O'Brien y  Steve Cochran, John Archer, Wally Cassell, Fred Clark.
    Una banda liderada por Cagney atraca un tren y consigue 300.000 dólares. Después de una semana recluidos en las montañas deciden salir de su refugio aprovechando la llegada de una ventisca, de una borrasca. Dejan herido a un bandido  en el refugio de las montañas, pero no le dan muerte, como quería el jefe, porque quien se tiene que encargar de ello no lo hace. Pero muere y es encontrado por la policía.
    Parece que le ha salido bien el golpe. Aunque la policía sigue a la madre del jefe de la banda. 
    Me ha llamado la atención lo guapísima que brilla Virginia Mayo. Sí es cierto que es una grande del cine, una diosa, pero al igual que en otras películas la he visto menos resultona, en esta cinta está maravillosa. Probablemente tenga que ver con la altura de sus parejas. Recuerdo, por ejemplo, que al lado de Burt Lancaster en el Halcon y la Flecha quedaba como pequeña, pero con Cagney está en su mismo registro. Un pelazo, una figura de vértigo, una cara preciosa.
   La historia es magnífica, un guión perfectamente desarrollado por Ivan Goff y Ben Roberts sobre una historia de Virginia Kellogg. La música es de Max Steiner, toda una garantía.
 La coartada del jefe consiste en entregarse a la policía por un robo que se había cometido el mismo día en otro lugar. Eso supone una condena de dos años pero, sobre todo, limpiar su presencia en el robo importante, el del tren. Su mujer, naturalmente, tiene que esperarle, haciendo compañía a su madre, que es la única persona en quien confía.
    La idea de la policía es sencilla. Meter en prisión a un policía para que le sonsaque y le confiese a quién vende el dinero que ha robado para blanquearlo. Edmond O'Brien lo borda, no es, en realidad, un actor secundario sino uno principal que comparte película, quizá no cartel. La idea básica es que la información se la comunique a su mujer en los días de visita. Pero el jefe mafioso tiene a su servicio a un preso que es capaz de leer los labios. Al policía le es difícil hacerse con la confianza del jefe, sobre todo porque es muy desconfiado, pero la ayuda que le brinda cuando sufre un atentado y cuando le sobreviene uno de los dolores de cabeza que tiene desde la infancia -y que le provocan locura- le allana el camino, convirtiéndose en alguien de confianza, en un tipo de fiar. El trabajo está hecho, solo queda que caiga como fruta madura. Se escapan y ya está todo el lío montado, echándolo todo a correr...
    Es un clásico en toda regla. Un canon del género, una película que marca los márgenes por los que, posteriormente, discurren otras cintas del género.
    El blanco y negro y el sonido de la película es magnífico, con una claridad diáfana. Setenta años tiene la película, y puede verse, tanto en el fondo como en la forma como si fuera recién rodada, con un música de acompañamiento imprescindible para la progresión de la acción, como si de un elemento más de la trama se tratase.

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