No me cabe duda de que Kibayashi era un pacifista, y que pretendía en sus películas, especialmente en ésta, no tanto en Harakiri, exponer ese ideal al crisol más fuerte al que se le puede someter a ese ideal. Ser pacifista es una cosa, muy loable, serlo en un campo de concentración, en una guerra y en una huida de una guerra y una derrota es otra cosa, más dura y más difícil.
Además, esta última parte comienza cometiendo el protagonista un asesinato. Es cierto que para poder huir, pero es un acto contrario a su ideal. Por eso sus reflexiones sobre sí mismo tienen un nivel de profundidad sobre esta temática que no se aprecian en las otras dos cintas.
La que más me ha gustado ha sido la primera, porque es la que sitúa toda la historia, presenta los personajes, muestra los ideales y conforma la iconografía de toda la epopeya.
El viaje a pie que emprenden es, en realidad, un viaje interior hacia el desencanto personal. Por la guerra, por la violencia, por el rechazo de sus propios compatriotas, por el comunismo, por el ejército, por la solidaridad humana... poco queda después de tanto sufrimiento del yo interior que inició el protagonista dos películas atrás.
O quizá sí, sí queda algo de dichos ideales. Probablemente la respuesta a su plegaria es un encuentro con sí mismo al final del peregrinaje: todo merece la pena si te reencuentras con tu amor. Es ese sentimiento el que libera de manera catárquica al ser humano. Lo que justifica su existencia y lo que le dignifica en la tierra. Se es más hombre, en definitiva, si se ama.
Una cambia cuando debe matar o morir.
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