Seguimos con Lang, y continuamos con las obras excepcionales. Ésta es, sin lugar a dudas, una de las mejores películas de cine negro de la historia del cine norteamericano.
Un reparto corto, pero potentísimo: Edward G. Robinson, que borda el papel. Llama la atención que un actor como éste no tuviese mayor reconocimiento en todos los sentidos.
Joan Bennett como mujer fatal es insuperable. Rompe con el canon de mujer rubia cánones de medidas estratosféricas y curvas peligrosas.
Raymond Massey es siempre una garantía de calidad. Sobrio, sereno, serio, incluso marcial, y dedicado a la escena como si fuese lo más importante de su vida.
Dan Duryea impone el tono frívolo que suele darle a todas sus actuaciones.
La recordaba bastante bien. En lo esencial, en su integridad. Tiene ese tono pesaroso desde el principio, que inunda toda la trama. Pesaroso y desesperanzado. Es imposible que pueda salir bien. Tiene que salir mal, necesariamente.
Lo peculiar del caso es que no explica cómo un hombre cabal, sereno, formado, no tiene el reflejo de llamar a la policía en el primer momento. Es impensable que no reaccionase de la única manera que le hubiera evitado problemas y complicaciones. Y precisamente por que al protagonista se le hurta la posibilidad de actuación más racional es por lo que la cuestión se vuelve más vidriosa, con más capas, más perversa, menos clara y limpia.
Siempre la he tenido presente a lo largo de los años, y siempre como lo que es, una obra imprescindible del noir norteamericano.
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