Siempre me ha gustado Simenon, siempre. No sólo las novelas policíacas, aunque también. Luego, cuando ya había leído unas quince o veinte, descubrí la cifra mítica de 117. Las novelas de todo orden que había escrito en vida. Muchas de ellas de Maigret, claro está...
Javier Marías decía de su padre, Julián, que era su escritor favorito, y que, cuando terminaba de leer la última, volvía a empezar por la primera. Excelente hábito de lectura.
Pues bien, mi propósito es leerme todas las de Simenon. Tengo que ordenar las que he leído ya e ir incorporando a mi dieta lectora una aquí, otra allá, hasta lograr el objetivo: leerlas todas.
En esta en concreto realiza una de sus peores versiones. Pretende un acercamiento al nacimiento de la sensibilidad artística en un niño de una familia pobre de parís. Pintor en su mocedaz y gran estrella en su madurez. El problema, a mi juicio, es que la verdadera historia comienza en la página doscientos, de las doscientas cincuenta que tiene la novela. Cuando la acababa no dudaba en pensar que, en realidad, la pretensión del escritor era hacer una novela más voluminosa, explorando la progresión de dicha sensibilidad infantil y cómo influye en su visión del mundo, de la sociedad, de la vida.
Sea como fuera es una buena novela, aunque nada comparable con la última que leí de él, El tren a Venecia.