martes, 23 de abril de 2019

§ 1.614. La costa de los mosquitos (Peter Weir, 1986)


Película perturbadora, intensamente conflictiva, nada fácil de ver y con más mensaje que el que el director saca de ella.
No se explican las motivaciones por las que el inventor y su familia abandonan América par instalarse en medio de la jungla de centroamárica. Pero llega a conseguir lo que se propone. Aunque no queda claro que después de haberlo conseguido le sepa a algo, le saque utilidad, le satisfaga. No es un ego lo que le llevó a abandonarse, ni un resentimiento, ni un desencanto. Es la creencia, alocada e infantil de superioridad moral que tiene sobre todo lo que le rodea, y sobre todas las personas con las que se relaciona.
Se convierte en el Dios menor de un pedazo de selva y sus habitantes, pero la sumisión que pretende de todas las personas que le rodean le hacen especialmente peligroso, y, sobre todo, inaguantable... No es que vaya perdiendo la razón poco a poco, en ese aislamiento convivencia en el que idea máquinas y técnicas como si fuera un demiurgo, es que siempre ha estado fuera de la realidad, por encima de todo pero, al mismo momento, por debajo en las estructuras básicas del comportamiento humano. Es un enajenado y siempre lo ha sido.
El frío es civilización, el aire acondicionado también. Y es una gran verdad.
Obviamente, cuando Paul Treroux escribió la novela ya había leído Cien años de soledad... ...pero subir hielo a una civilización perdida dentro de la selva del centro de américa no se comprende bien.
Harrison Ford hace bien su papel, Hellen Mirren no cuaja, no encaja en la cinta. Quizá porque su papel no se explica del todo. No soy capaz de comprender cuál es la motivación por la que una madre de familia permite aventurarse en una epopeya como la narrada.
Las motivaciones de él quizá pueden ser entendidas, pero las de ella no.
Lo que se hace raro es le invasión de los soldados. No se sabe qué quieren, ni por qué han venido, ni lo que esperan. La idea de echarles destrozando todo es peregrina, y, obviamente, no va a funcionar. Pero su locura aumenta precisamente desde ese momento.
Dios creo y construyó un mundo, él también. Dios no lo destruyó, pero él sí.
No se sabe por qué están allí, ni qué quieren. Simplemente funcionan como espoleta de su propia locura interior.

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