Me enfrento con una obra de dos horas y dieciséis minutos, lo que considero un metraje descomunal, sólo al alcance de los mejores cineastas, de los más dotados.
Una historia dura, seca, de las que te dejan sin aliento, basada en los detalles, en las pequeñas cosas, en lo que se percibe con atención.
Como historia, la verdad, no tiene nada de particular, pero como espectáculo visual es impecable, y muy recordable. Acostumbrado a apreciar los paisajes del oeste, secos, áridos y duros, la visualización de éstos es una auténtica maravilla, un descanso, un goce nuevo, verde, hielo y estéril.
Desde ese punto de vista, es una maravilla. Pero las películas no se clasifican por su belleza visual, no sólo por su belleza visual. Tiene que tener trama, estructura argumental, narrativa, personajes y vida, gente a la que le ocurren cosas, buenas o malas, pero cosas.
Aquí está el hombre enfrentado a un entorno hostil, por bello pero también por agreste y salvaje. Peligroso de otra manera a la usual.
La supongo rodada en Islandia, naturalmente. Y tal y como la veo me parece un país prodigioso, verdaderamente interesante, sobre todo para los naturalistas y los amantes de los paisajes.
Cada plano es un goce visual, una explosión de color, una aventura de color.
Es inevitable acordarse de Dreyer, y este señor no rueda como él, Ni mucho menos. La atención a los personajes es muy distinta, aunque también el paisaje, que en Dreyer es totalmente secundario.
Me ha gustado, pero no me parece una obra de arte. Además de los paisajes, de las peripecias vitales frente a los elementos, la cinta adolece de relaciones personales. La frialdad que mantienen entre sí los protagonistas no deja lugar a dudas de lo que quieres el director, pero el espectador no es suficiente el goce visual. Esto no es un documental, pero bien podría serlo. Tierra de hielo y lava.
Me ha dejado un tanto frío. Será una película que recuerde con los años, por la belleza de los personajes, pero no por la historia que anida en ella.